[Reseñas] Sobre el Valle Feliz, de N. Hawthorne



Dejé reposar este libro unas cuantas semanas. Un autor que leí hace mucho, decía que las primeras ideas son buenas para el arte, y me parece muy cierto: crear requiere dejar a las neuronas a su libre albedrío, sin homúnculo alguno que refrene su espíritu. Pero una vez que esa forma tiene contacto con el aire, se vuelve maleable, y entonces intervienen los elementos: el aire, el fuego, el tiempo… El tiempo, sí, de eso hablábamos al principio. El tiempo no tiene sinónimos, es amorfo, incoloro, incorruptible, y sin embargo, imprime su sello en cada frase.


Hay textos que se añejan lustros, decenios, siglos. Éste sólo resistió semanas antes de salir a la luz: es un texto joven. Si lo pudiésemos probar, sería afrutado, un poco picante, sin mucho cuerpo, tal vez un poco ácido, pero vigoroso. ¿Permanecerá en el gusto?

Debo a una caminata por Bogotá un encuentro con Hawthorne. Yo lo conocía por un argentino, Jorge Luis, quien lo presentaba como uno de los mejores cuentistas, calificativo con el que coincido, aunque mi opinión, comparada con la de un grande, equivalga a una cereza en un campo de moras. Pero vayamos aterrizando, el lector de hoy aborrece los circunloquios.

Nathaniel Hawthorne era americano, y uno de los relatos que le son poco conocidos, se llama “La Historia del Valle Feliz”. No es un libro de cuentos, pero sí de fantasías. De utopías reales. Vaya incongruencia.

En 1841 un grupo de gente compró 200 acres, a escasas 9 millas de Boston, Mass., donde crearon la Granja Brook, uno de los experimentos de comunas en Estados Unidos. Emerson, un escritor, lo describe como “un movimiento generoso y noble… para intentar un experimento en busca de una vida mejor. Tenían el convencimiento de que nuestros modos de vida son muy convencionales y costosos, sin permitir al individuo emplear su talento en algo útil, y sin permitir, asimismo, a los hombres combinar el cultivo de la mente y el corazón con una razonable cantidad de labor diaria […] Fue un intento para elevar a los demás a su misma altura y compartir las ventajas que alcanzarían con los que estaban faltos de ellas”

Hawthorne vivió en la Granja Brook por algo así como ocho meses, y después de ese periodo, se inspiró para escribir esta novela que, según lo aclara, sólo toma algunas bases de inspiración, pero evita copiar algún personaje (salvo él mismo, tal vez).

Algo que me chocó al leer, fue darme cuenta del carácter cíclico de los ideales humanos (que visto de otro lado podría llamarse “la jamás satisfecha justicia humana” porque tal vez en la realidad no sea un ciclo, sino una meta jamás alcanzada). Hace siglos que algunos luchan por un mundo más equitativo, sin que logren su propósito.

La granja funcionó algo así como 7 años, y durante ese tiempo, tuvo muchos inquilinos: mucha gente que iba en busca del nuevo sueño pero que una vez ahí, se daba cuenta que no era en realidad lo que buscaban. La vivían unos meses y se iban, como el personaje de Hawthorne, un tal Coverdale. Escritor que arriba y pone manos a la obra (literalmente, pues al ser una comuna, la gente tenía que hacer labores físicas para producir su sustento), pero después de unos meses abandona. Es interesante su reacción una vez afuera: “transcurrieron varias semanas. Al encontrarme con antiguas amistades, quienes se mostraban propios a ridiculizar mi heroica afición en pro del bienestar humano, les hablaba sobre mi reciente fase de vida, como si en efecto fuese materia abonada para la burla…” , pero no tardó mucho en recuperar los buenos modales, las manos tersas y el porte del gentleman.
Llama la atención la reacción de quienes están fuera: incrédulos y escépticos ante la propuesta, pero al mismo tiempo, conocedores de la situación social y carentes de ofrecimientos; prefieren la burla y el statu-quo a intentar el sueño. Actúan como el que sabía de antemano que el proyecto estaba destinado al fracaso.

Después del abandono, el mismo Coverdale, vuelve un buen día a visitar a sus amigos, y encuentra que una de las personas que más creía en el proyecto ha perdido también la esperanza: Zenobia le dice: “me aburre este sitio y me hace sentir mal este juego de filantropía y de progreso. Entre todas las variedades burlonas de la vida, hemos caído en la más hueca, en nuestro afán de establecer un verdadero sistema. […] ¡Fue en verdad un sueño necio! Sin embargo, nos proporcionó días de verano y brillantes esperanzas…” Es como si al final del tiempo, todas las esperanzas que a uno le quedan se esfumaran con la velocidad tuerce la esquina una corriente de aire.

La lectura de un texto de Emerson que acompaña al libro, y en que recapitula sobre la idea de Fourier (uno de los primeros que escribieron y pusieron a funcionar los proyectos de las comunas en Francia), donde se muestra que la idea era buena, pero también que existe, en cada uno de los humanos, un factor que termina por no permitirnos cambiar. Me dejó un poco helado observar que es un hábito del hombre, el de perder la esperanza aún antes de haber iniciado. Así lo dice Emerson: “todos escuchamos con poder y atención sus propuestas […] la indignación que sentían y proclamaban sus adeptos en presencia de tanta miseria social, exigió nuestra atención y nuestro respeto. Contenía tantas verdades y prometía que se intentaría todo lo posible por llevarla a cabo [… pero…] a pesar de las seguridades, no podíamos librar a dicha teoría de las críticas…”


Y lo último del texto, me dejó aún más pensando en lo duro de suponerse líder y en el alto precio que se ha de pagar por serlo: “lo peor de la comunidad es que debe, inevitablemente, transformar en charlatanes a los líderes, por la necesidad de lograr la expectación y la admiración del ávido enjambre de hombres y mujeres en busca de algo que ni siquiera saben qué es. […] A menos que se posea la rudeza de un cosaco para librarse de aquello a lo que no pertenece, tiene que ser por fuerza un charlatán.”

Tal vez esa última porción fue la que me hizo pensar en trasladar en el tiempo el relato y ubicarlo en el presente en el que los sueños nacen, crecen, se rompen, se regeneran, se rompen de nuevo, y después nos dejan flotando a la deriva de un presente de modernidad que simplemente se alimenta de nuestras inercias. Seguimos luchando por lo mismo de hace años: cuando veo a mi alrededor y pienso en nuestras utopías, y los que nos miran desde lejos intentarlas medito sobre quién es el tonto de la película: ¿el que se cansa de intentar, o el que ni siquiera se preocupa por hacer, puesto que ya presupone el desenlace?

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