Para el Sr. Nariz y demás amigos padres
Hallar la luz, encontrarse a sí mismo, ser una persona de éxito, conseguir la trascendencia, ser “alguien”, ir en busca de su destino. Frases, palabras, razones, justificaciones, motivos para existir.
Todos vivimos en busca de una meta condicionada que sólo nos pertenece a medias. Creemos hacer lo que queremos, cuando únicamente retomamos los deseos de otros. Hace años, durante una entrevista, preguntaron a Antoine de Saint Exupéry (el creador de El Principito) “¿De dónde somos los humanos?” Su respuesta fue sencilla: somos de nuestra infancia.
Hace unos días, una persona muy estimada relataba su molestia cuando alguien la reconoció en la calle y le dijo: “Ah, tu eres ***, la francesa”. Su enojo no tenía que ver con la nacionalidad en particular, sino con el hecho de tener una: “Bueno, ese es un hecho” –respondió ella, “pero yo no tengo nada que ver, pues no fui quien lo eligió”. Es cierto, nunca le preguntaron si quería serlo o no (tal vez hubiera preferido ser nubia o malaya; guyanesa o inuit), pero el hecho es que esto le condicionó culturalmente; yo soy mexicano y no lo puedo evitar. No es bueno, ni malo: es.
Y por ser de donde somos, aportamos (tal vez debería decir “arrastramos”) nuestra cultura.
Pero de la misma forma que cargamos con nuestra nacionalidad, también llevamos en los hombros las historias que nos contaron de niños y nos motivaron para que hoy nos encontrásemos donde estamos: estudios han demostrado que la etapa formativa de un ser humano, la que realmente impactará su comportamiento, se encuentra entre los cero y los seis años de edad.
Ser bombero, doctor, secretaria, manejar un tractor, tener una pistola, llevar un kepí, una burkha o un chullo, matar patos o asesinar cristianos o infieles, son actos involuntarios de repetición y perpetuación cultural. En el fondo, queremos ser “como papá o mamá”, y en muchas ocasiones, aunque no queramos serlo conscientemente, terminamos por hacerlo de modo instintivo.
Los sabores podrían ayudarnos a reflexionarlo: ¿A qué se debe que un niño mexicano tenga mayor tolerancia hacia los sabores ácidos y picantes que uno peruano? ¿Alguien ha intentado dar un dulce de tamarindo con piquín a un niño francés?
Hasta nuestros nombres demuestran claramente nuestra pertenencia. Me llamo Samuel porque no me llamo Miguel; mi padre y mi madre no quisieron que me llamara Alejandro. Y si los Samueles y los Alejandros tienen siempre algún parecido con otros Samueles y con otros Alejandros, es porque cuando nos llamaron, alguien pensó en el homónimo y de algún modo quiso que fuéramos como él.
¿No es cierto entonces que somos una creación de nuestra infancia?
Pero nuestra infancia no fue nuestra: pocas veces elegimos un libro, en raras ocasiones, antes de los seis años, decidimos qué color de pantalón utilizaríamos. La vasta mayoría de los seres humanos no han tenido la opción de elegir su religión...
Nacimos condicionados, crecimos condicionados, hemos “diseñado” nuestro éxito basándonos en una serie de parámetros diseñados por nuestros seres más cercanos en un primer círculo y por nuestra cultura en una órbita secundaria. Y lamento decírtelo, pero moriremos condicionados (porque si elegimos que nos descuarticen los buitres o que nos momifiquen en una sociedad que no tiene esas costumbres mortuorias, no serán salvadas nuestras almas)... a menos qué.
A menos qué seamos lo suficientemente valientes.
A menos que tomemos conciencia de ello en un momento de nuestra existencia y luchemos porque en efecto, el hecho de nacer haya sido fortuito hasta el grado en que podamos hacer de él una abstracción; a menos que tengamos la suficiente fortaleza de espíritu para cuestionarnos, para salir, abrirnos al mundo, ver otras cosas y abrir un panorama que nos permita dirigir unos cuántos capítulos de nuestra vida.
Si hay una pregunta que nunca olvidaré es la que me hizo un amigo al volver de un viaje largo: “-¿y qué te trajiste?”- me dijo. No atiné a dar una respuesta sino unos minutos después de haber inventado múltiples sinrazones, no obstante, fue cuando me di cuenta que ese era el aspecto más trascendente. “–No traje nada” –respondí. “Por el contrario: dejé. Dejé miedos, temores y justificaciones culturales que funcionan únicamente bajo los esquemas en que fui criado...”
Logré comprender que no hay una verdad ni un dios; descubrí que no hay reglas universales y que siempre puedo preguntar quién decidió que así fueran las cosas y que tengo el derecho de cuestionar la institución del matrimonio, el llamamiento a la procreación, el fin de la existencia propia, el espacio del ser humano en la tierra. Y que no existe la verdad, sino un conjunto de afirmaciones (dentro de un sistema de códigos sociales) que la hacen parecer como tal.
El orden, la legalidad, la democracia, la justicia, el honor, el respeto, el desarrollo, la pobreza, la riqueza. Sustantivos emanados de una secuencia de culturas dominantes: Grecia – Roma – Francia – Gran Bretaña – Estados Unidos de Norteamérica. La “justicia” tiene el nombre del ganador. Pero, ¿no es cierto que los países subdesarrollados existen porque hay países subdesarrolladores, y que combatimos la extrema pobreza, pero no la extrema riqueza? ¿Quién dijo que el cuchillo tiene que ir pegado a la cuchara?
Entonces aprendí que el éxito puede ser la cumbre de una montaña, pero también la marcha hacia ella; me di cuenta que la felicidad puede tener cara de puta y que el amor puede ser de tres. Me di cuenta que trascender puede pervertir y que cuando uno crece demasiado ya no pasa por cualquier puerta.
Cuando realizamos que no queremos trascender, ni ser nadie, ni hacer el bien, sino aprender de otros y errar (de vagar, pero también de cometer errores), dándonos la posibilidad de no ganar, de no tener éxito, de no aprender, de no seguir, es cuando nos damos cuenta que no sabemos nada y que tenemos tanto por ver, que nuestra pequeña vida nos será aborrecible por corta y que más vale desapegarnos para darnos cuenta que es mejor ser un gran ignorante que un pequeño sabelotodo.
Sólo saliéndonos de nuestra pequeña caja podemos ver los muros que nos limitan: que se mueran las fronteras.
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