[Reseñas] La historia del Fin del Mundo (Vargas Llosa); Por qué He robado (A.M.Jacob); La conquista de México (Todorov)


Tres libros, uno tras otro, me han hecho ver el dilema en el que estoy metido desde hace cierto tiempo, pero que sólo recientemente reconozco como tal.

El primero, La historia del Fin del Mundo, de Mario Vargas Llosa, es un libro que relata los sucesos acaecidos durante la llamada rebelión de Canudos, en Brasil a finales del siglo XIX (1897). Imposible abrir un paréntesis para contarlo, so pena de perderme en mis disquisiciones, pero bástenos con saber que en aquellos años hubo un personaje llamado Antonio el Consejero que reunió a un grupo de gente para oponerse al gobierno y éste, al final, terminó por asesinar a muchas personas, pero en toda la trama hay hechos de fanatismo, desinformación y abuso del poder. El sabor de boca que queda al terminar las últimas líneas tiene mucho que ver con quién tenía la razón y si la fuerza del gobierno debió haberse utilizado de ese modo.





El segundo, Por qué he robado, y otros escritos, de Alexander M. Jacob, un tipo que vivió casi en la misma época, pero en Francia. Jacob era un anarquista y robaba por convicción, como un modo de mostrar su protesta por el sistema establecido: el origen de todos los conflictos es la propiedad privada. ¿Cómo –se preguntaba, es posible que no se entienda al robo como una forma de protesta contra la desigual sociedad, que nos obliga a delinquir? Robo científico, le llamaban. El autor fue condenado a servir 25 años de prisión en las Guyanas, sitio al que se enviaban los presos más peligrosos de Francia, y sólo tras años de lucha social consigue que las condiciones carcelarias mejoren. Al fin y al cabo, los centros penitenciarios son la solución propuesta por la sociedad para la readaptación de los presos.



Y el tercero, La conquista de América – El problema del otro, de Tzvetan Todorov, un investigador del Centre Nacional de Recherche Scientifique, de Francia, que publica un texto en el que analiza, a partir de la conquista de América –México, principalmente- la relación que se crea entre los recién llegados y los que ya habitaban el continente, usándola como un ejemplo para hablar de cómo vemos al otro, al que es diferente de nosotros, y cómo nuestro sistema de pensamiento influye sobre nuestra concepción de lo bueno y de lo malo: “Durante la segunda expedición, los religiosos que acompañan a Colón empiezan a convertir a los indios, pero no todos, ni con mucho, se pliegan a ello y se ponen a venerar las imágenes santas: ‘salidos aquellos del adoratorio, tiraron las imágenes al suelo, las cubrieron con tierra y orinaron encima’. Al ver esto, Bartlomé, el hermano de Colón, decide castigarlos de muy cristiana manera: ‘Como lugarteniente del virrey y gobernador de las islas, formó proceso contra los malhechores y, sabida la verdad, los hizo quemar públicamente…” Serge Gruzinski en otro libro, La Guerra de las imágenes –de Colón a Blade Runner, dice que esto podía ser visto entre los indios como una aceptación de los nuevos ídolos, que eran de ese modo “sembrados” en la nueva tierra. ¿Quién tenía la razón?


En fin, después de esta breve reseña bibliográfica que no debió haber sido, paso a explicar porqué tres libros tan variados me hacen ver una dicotomía (bipolaridad, dice una amiga).

Los anteriormente mencionados coinciden en el hecho de que cada personaje justifica su actuación de acuerdo a su escala de valores, pero es claro que, a pesar de que existen verdades llamadas “universales” (cuidado, porque ahora llamamos universal a lo que es aceptado por todos… los del mundo occidental), no todos pensamos del mismo modo: así como para Jacob el robo tiene su justificación, para Colón la tuvo matar a los que no creían en SU Dios y para Consejero el gobierno atentaba contra los mandatos cristianos al cobrar un impuesto municipal.


Hay días en los que considero que debería, con la experiencia con que cuento, hacer un intento por convertirme en un profesional reconocido, que hiciera dinero y fuera visto como un verdadero conocedor en su materia. Es claro que esto tomaría tiempo, pero siempre hay un punto de partida. Desde esta posición podría combatir las injusticias que veo en mi mundo.

Y días en que me gustaría más ser simple y llanamente vago. Sí, un simple ser humano despreocupado de los demás, con unas ganas enormes de vivir, de aprender, de satisfacer un deseo personal de conocimiento, capaz de vivir con pocos recursos pero libre de desplazarse de un sitio a otro; sin propiedades, pero con la gran oportunidad de transportarse por el mundo y llenar el alma de experiencias.

Sin embargo, entre más leo, más me doy cuenta de que los sistemas de valores de los seres humanos son muy variados: lo que es bueno para mí, no es bueno para otros. Comprendo la lucha del anarquista cuando veo una sociedad como en la que vivimos, donde las autoridades no cumplen en lo absoluto su función de trabajo de mejora de calidad de vida de la población. Comprendo a Gilbert Rist cuando muestra cómo el desarrollo no es sino una justificación del mundo occidental por hacerse de más clientes y de satisfacer el crecimiento económico de unos cuantos, lejos de pensar en la igualdad.

Y me doy también cuenta de las injusticias que se crean cuando implantamos sistemas en sociedades que no los han tenido: el turismo en zonas alejadas, desde mi punto de vista, es en la actualidad, lo que la evangelización fue en el siglo XVI: la implantación de nuevos hábitos, de nuevas maneras de trabajar, en la mayor parte de los casos, sin una reflexión por parte del “colonizado” o “actor local”, como les llamamos ahora.

Dice Todorov: “La cristianización, al igual que la exportación de cualquier ideología o técnica es condenable en el momento mismo en que es impuesta, ya sea por las armas o de otra manera. Existen rasgos de una civilización de los que se puede decir que son superiores o inferiores; pero eso no justifica que se impongan al otro. Aún más, el imponer la propia voluntad al otro implica que no se le reconoce la misma humanidad que a uno, lo cual es precisamente un rasgo de civilización inferior. Nadie les preguntó a los indios si querían la rueda, o los telares, o las fraguas, fueron obligados a aceptarlos; ahí reside a violencia, y no depende de la utilidad o no que puedan tener esos objetos” ¿Acaso no hacemos algo muy similar con el comercio, con el turismo?

Las cosas no son impuestas, continúa el autor, “cuando se tiene la posibilidad de elegir otra, y de saberlo… Aquellos que no se ocupan de saber, al igual que los que se abstienen de informar, son culpables ante su sociedad, dicho en términos positivos la función de información es una función social esencial. Ahora bien, si la información es eficaz, la distinción entre ‘imponer’ y ‘proponer’ seguirá siendo pertinente”. ¿Cuando proponemos una actividad, lo hacemos poniendo en una balanza justa las justificaciones para hacerlo y para no hacerlo? ¿Estamos colonizando o no?


La dicotomía entonces no es tan simple como parece. Ante un panorama como éste, en el que ante más información recibo, más me doy cuenta de cómo nuestro mundo está perdiendo la batalla de la heterogeneidad para convertirnos en seres iguales (y cuidado con la igualdad que no reconoce las diferencias), uniformes, que sólo piensan en un sentido de consumismo, economía, ahorro y mundialización mal entendida, tienes dos opciones: alphas y betas u hombre de la selva; vago o profesional; crítico o defensor; soñador o empleado…

He terminado por concluir que me encuentro en una posición en la que puedo tomar una decisión (volverme profesional y ser un hombre que sigue los cánones sociales), o prolongarla justificando una mayor necesidad de información y experiencia, al tiempo que me permito continuar mostrando mi desavenencia con el sistema impuesto.

Tal vez la única solución sea la de permear el aparato del sistema con la única arma que tengo: la de la palabra, escrita o hablada. Denunciar, criticar, defender, formar un ejército más grande de cuestionadores, de jóvenes que sí sean capaces de preguntarse porqué han de seguir el status quo, de personas que se den el gusto de seguir siendo adolescentes como los que fuimos los que alguna vez soñamos con que nuestro mundo aún podía ser distinto.

Por eso, ¡banzaaaiii!

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