[Reflexiones] Pedir una visa y ser maltratado: pasaporte al lado oscuro


Pasaporte al lado oscuro

Hace rato, cuando me vi en el mundo rico, de las oficinas, me dije que hay ocasiones en que quisiera volver al lado oscuro: buena vida, buen auto, buena moto, vida de burbuja, estatus económico; pasar puertas que se abren al brillo de un billete o al resplandor del reloj; obtener sonrisas que se adquieren con un buen perfume, un traje limpio…

Había, en la embajada del Ecuador en Colombia, en ese edificio brilloso y fulgurante “Fernando Mazuera“, algo de molesto y atrayente. Un aparato de seguridad digno de la embajada americana en Beirut, con toma de foto, captura de información personal: nombre, dirección, número de cédula, y con escaneo corporal completo: una máquina como la que usaban los cuatro fantásticos, aquella caricatura de los ochenta, para tele transportarse: un tubo largo de cristal en el que penetras con la ayuda de la tarjeta que te ha sido extendida luego de capturar tus datos, y que presentas a un lector óptico. El compartimiento vítreo te absorbe y te analiza por unos segundos, tras de lo que abre la puerta frontal y te da la bienvenida al edificio inteligente.




Ya en el edificio, blanco de mármol, blanco de sobriedad, blanco de psiquiátrico, caminas hacia los ascensores, donde te recibe una mujer que te pregunta a qué piso vas y, sin quitar la vista de una revista de modas oprime la tecla del nivel indicado, cierra la puerta y se hunde de nuevo en su literatura que le transporta al mundo de las princesas y de las cenicientas. Más arriba, en la misma caja metálica que te desplaza verticalmente, una cámara se encarga de supervisar que la mujer no lance piropos a los visitantes, o de que no se desconcentre de la lectura, o de memorizar todos tus movimientos en un disco duro interminable.

Es como entrar en ese mundo del futuro tan amenazante que siempre nos pintaron Orwell y Huxley: la vigilancia perenne, infinita, de tus gestos, tus sonrisas, tus modos: las 11 veces por minuto que te tocas la cara, la involuntaria auscultación digital de la nariz y otras sutilezas como la extracción de un resorte que te molesta la entrenalga, la liberación estomacal debida al diafragma de piel que usas para ocultar el vientre de los cuarenta, y hasta la flatulenta emisión ocasionada por los frijoles del medio día, alimento de los pobres.

¿Hay algo de atractivo en esto? ¿Qué es lo que te llama a pasar al lado oscuro?

El poder.

El poder de observar, el poder de estar del otro lado de la ventanilla y no ser tú el sospechoso, el poder de no tener que explicar, sino de hacer.

Y ahí, en la oficina donde una gentil dama te atiende con una sonrisa, miras tu pasaporte al tiempo que lo extraes de esa bolsa de seguridad que ocultas en el pantalón: un cartón arrugado, doblado, que ha perdido el color de la portada y ahora tiene algunas manchas (¿del páramo? ¿de la lluvia interminable en la selva? ¿del sudor de aquellas diez horas de caminata a cinco mil metros de altura?)… en ese momento es cuando te dices que tu documento no va con el orden establecido: detrás del vidrio que te separa de los servicios consulares, hay dos de la misma nacionalidad del tuyo, salvo que esos sí están planchados y el águila del escudo nacional no ha perdido su color. Están, además, acompañados de los papeles que tú no tienes: estado de cuenta bancario, recomendación comercial, antecedentes no penales, hoja de vacunación de varicela, hepatitis, fiebre amarilla y hasta del antirrábico; boleto de ida y regreso (y te preguntas si es que uno nunca se puede simplemente ir, sin tener fecha de retorno)… ¿Y yo, porqué no soy normal como esos que son normales?

Y entonces miro mi pasaporte mientas balbuceo que no sabía que los mexicanos, esos seres gentiles, nacionalistas, arraigados y rancheros, necesitábamos una visa para ir al Ecuador. ¡Qué ultraje! La dama me mira apenas (ha constatado que ya no soy uno de los suyos) y con su mejor sonrisa me dice que “basta” con que cubra esos requisitos (y me extiende una hoja impresa a doble cara, en que figuran los requerimientos) y haga una carta que explique mis razones para ir a su patria (inútil decir que es únicamente para ahorrarme el pasaje aéreo), y lleve un certificado médico, y … parece que los de la mitad del mundo no están interesados en recibir turistas.

Algo en mí se siente desamparado, sucio, denigrado. Miro el pasaporte de nuevo y me digo que soy un jodido, que no tengo nada, que no merezco ese trato y que de mejores países me han corrido. Sonrío, hago una leve caravana a la dama que cree haberme convencido y me retiro con la mano derecha en alto, y me despido con el dedo medio bien levantado mientras los demás, agachados, son sostenidos por mi pulgar.

Mientras espero al elevador y al pobre ser humano convertido a robot cuyo trabajo consiste en oprimir las teclas que le indican a cambio de una mísera quincena me digo que los gobiernos son malditos, desgraciados, y que por eso se rebela le gente de este mundo capitalista y monetario, y que por eso, un día seré muy importante … pero no puedo negar que me dan unas ganas locas de pasar al lado oscuro: para mostrarles que yo también puedo ser así de descorazonado.

Camino por la calle, todos están elegantes y bien vestidos, todas las mujeres presumen sus horas de gimnasio y de bicicleta fija; muestran cómo la dieta sí funciona: pantalón de vestir bien entallado, nalgas prominentes, busto firme, cara altiva, seguridad en sí mismas: el cuerpo da seguridad, si dentro hay un TV y Novelas o Un cuento rosa, es lo de menos, lo que cuenta es la forma.

Y yo contando mis monedas, preocupado por cuidar mi presupuesto, inquieto por el medio ambiente, por la igualdad social y el equilibrio económico. Maldito retrógrada ecologista, rojillo, izquierdista, inquisidor del modelo del liberalismo comercial, traba para el progreso de la humanidad, y además, inseguro de serlo. Es difícil encontrar peor ralea.

El espejo del centro comercial me da miedo: me refleja tal como soy: yo en el mudo mercantil, buscando la salida (¿o la entrada?). Pobre iluso perdido en el mundo de la setenta y dos bogotana. Imposible enfrentarme a lo que veo, tengo que abandonar este sitio, tengo que perderme de esta influencia antes de ser convertido en uno de ellos, pero, ¿y si mejor regreso a ese mundo? Tener un nombre, un auto, un status, un futuro … “Ven Luke, ven, yo soy tu padre” me dice la voz que flota en el ambiente.

Lentamente voy hacia el centro de la ciudad. Tengo que caminar. Mucho. Mucho más que eso, demostrarme que no todo el mundo es así. Y en la medida que retroceden las calles llego a mi universo, ¿mi mundo? La sesenta, luego la cincuenta. Poco a poco el pueblo comienza a arremolinarse en las aceras y deja de oler a perfumes finos: huele a esfuerzo, a trabajo descarnado y de vez en cuando a perfume de pachulí mezclado con frituras de la calle: es la masa sobre la que descansa la setenta y dos. Esta es América, la de las calles que cambian de mundo, la del mundo que cambia a cada calle.

Ya tengo que mirar de nuevo hacia todos los puntos cardinales para asegurarme de no ser seguido, de que no vendrá un maldito a arrancarme la cámara de las manos, ahora soy yo quien mira, el que observa; ya no hay cámaras, sólo ojos. Y respiro. Respiro y me digo que este es el mundo real, al tiempo que me pregunto qué tiene de irreal el otro: ambos son tan ciertos como el sol o la luna, es sólo que uno es el tuyo y el otro es ajeno. Es una cuestión de elecciones: de seleccionar la pecera que más te guste.

Es la urbe, ese enorme monstruo, es tu pasado, es tu historia, tu herencia y tu infancia: es tu archivo memorístico, tu bagaje cultural. Es sólo que de tanto viajar, has rasgado el saco que te contiene, y tu rompecabezas, además de revuelto, falta de piezas.


Bogotá, 2007

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