[Reseñas] Sobre unas prosas sin patria. Prosas apátridas, de Julio Ramón Ribeyro


Sobre unas prosas sin patria

Comentario a Prosas apátridas – Julio Ramón Ribeyro*

Lo primero que leí de Julio Ramón Ribeyro fue aquel tema de “sólo para fumadores”. Confieso que no me encantó, tal vez porque no siento esa necesidad del humo rozándome las mejillas, ni de hacer “donitas” mientras pienso en un texto. Sin embargo, pocas horas más tarde me encontré con “Los gallinazos sin plumas”, y entonces sí, mi percepción e interés cambiaron. Me encontré con un cuentista latinoamericano, justo el tipo de personaje que me llama la atención.


Luego me hicieron el regalo de su antología personal y entonces leí “Silvio en el rosedal” y aquel del médico peruano que se va a Francia a dejarse robar todo el dinero. Me gustó mucho su estilo, su prosa, y me encantaron sus personajes: seres reales y muy humanos con los que nos podríamos topar a la vuelta de la esquina.

En esa antología venían algunos extractos de las “Prosas apátridas” que me parecieron excelentes y por eso hace una semana que me encontré con el libro en una librería fina, me di el gusto de comprarlo en original y pagar por él lo que valen como 10 libros en el mercado negro. Pero no estoy tan encantado, y desafortunadamente no es por el precio, sino porque esperaba un poco más.

Uno de mis profesores cuenta que un día conoció a Ribeyro cuando trabajaba en la UNESCO, como representante del Perú o algo por el estilo. La historia es por demás interesante, pues lo contactó por recomendación de un amigo que le dijo, como es hábito entre latinos: “si pasas por París, vete a saludarlo, al Julio Ramón… y le dices que vas de mi parte.” Ni tardo ni perezoso, mi profesor lo hizo y no sólo eso, sino que cuando Ribeyro le dio cita, se fue a las oficinas de UNESCO con todo y sus tres hijos. Cuentan que estuvieron charlando un rato en una minúscula oficina, en que prácticamente había que estar por turnos, pero que el escritor, ya para entonces reconocido, hizo prueba de humildad absoluta y de generosidad hacia los hijos del visitante: hasta le firmó una dedicatoria (he olvidado si fue en una servilleta o en la frente, aunque estoy seguro que no fue en un libro suyo) al más pequeño de ellos.

En mi lectura de las “Prosas…” puedo imaginar perfectamente a Julio Ramón viviendo en París, mudándose, discutiendo con su hijo acerca de la verdad absoluta que para éste último significaba Tintin, y de los loges de los consejes de los viejos edificios franceses… sin embargo, me parece que son simples recopilaciones de textos “de servilleta”: iluminaciones que a todos los que escribimos se nos ocurren mientras leemos el periódico, tomamos un café en un restaurante, transitamos en el metro o simplemente cagamos en el WC. Aclaro que no me atrevería a compararme con un autor como Ribeyro (me separa aún un largo camino), pero sí creo que el proceso de gestación de las ideas es más o menos el mismo: sale una frase o un tema, lo escribes, y después lo desarrollas.

Y justo así lo imagino: estas prosas son como ver los ingredientes de un delicioso pastel en la cocina, antes de haber sido mezclados y preparada la receta. Son una violación a la intimidad del chef:

“El alcohol produce en nuestros sentidos una vibración que nos permite distorsionar nuestra percepción de la realidad… al beber cambiamos sencillamente de lente y recibimos del mundo una imagen que tiene en todo caso la ventaja de ser distinta de la natural. En este sentido, la embriaguez es un método de conocimiento…” (79) otra de las reflexiones dice que “La única manera de comunicarme con el escritor que hay en mí es a través de la libación solitaria…(85)

Claro (en honor al escritor que era) que no estamos hablando de cualquier maestro de cocina, sino del chef Ribeyro. En eso sí, reconozcámoslo, hay una gran diferencia y tal vez el mérito de este libro: poder penetrar en los pensamientos diarios, ilógicos (porque muchas veces lo que se nos viene a la mente y escribimos es un pensamiento no razonado), banales algunos y geniales otros, de un escritor de renombre. Es como ser los receptores de lo que hoy llamamos una lluvia de ideas: nuestra tarea será distinguir los que más nos interesen.

Definitivamente no es una recopilación de cuentos, que para mí hubiera sido la mejor compra, sin embargo, reconozco que hay en el texto algunas apreciaciones interesantes para el aprendiz de brujo que soy. Muestro acá algunas de las que más me llamaron la atención (y si Ribeyro las numeró, no veo porqué no hacerlo yo también):

23. Breve relato en que se encuentra con una pareja horrible: de la secretaria gorda y el tipo calvo, cincuentones ambos, ella tan fea que “haría peligrar la continuidad de la especie si uno se encontrara solo con ellas en el mundo” y él “viscoso, moluscoide, fofo y mediocre”. El autor se imagina cómo serían sus encuentros en hoteles de alquiler y presa del temor imaginativo siente “la tentación de arrojarme por la ventana, presa de una locura incurable”

24. Una reflexión sobre la madurez del hombre: “la madurez es una impostura inventada por los adultos para justificar sus torpezas y procurarle una base legal a su autoridad”

44. Los cuadros de los pintores renombrados incluyen en si mismo el modernismo: bastaría con tomar un detalle de ellos para encontrar una pintura cubista o impresionista

45. “En la vida, en realidad, no hacemos sino cruzarnos con personas. Con unas conversamos unos minutos, con otras andamos una estación, con otras cohabitamos 20 años. Pero en el fondo no hacemos sino cruzarnos (el tiempo no interesa), cruzarnos siempre y por azar. Y separarnos siempre.

83. Arte del relato: “si yo digo ‘el hombre del bar era un tipo calvo’ hago una observación pueril, pero puedo también decir: ‘Todas las calvicies son desgraciadas, pero hay calvicies que inspiran una profunda lástima. Son las calvicies obtenidas sin gloria, fruto de la rutina y no del placer, como la del hombre que bebía ayer cerveza en el Violín Gitano. Al verlo yo me decía ‘¡En qué dependencia pública habrá perdido este cristiano sus cabellos!’. Sin embargo, quizás en la primera fórmula resida el arte de relatar.”

95. La idea de la superposición de nuestro rostro sobre el de nuestros antepasados: nunca tenemos en realidad una cara propia, sino que al final, siempre la hemos copiado de otros.

111. La idea del Banco de Servicios, en que uno podría apoyarse en otras personas para no desplazarse: ¿tú tienes una fiesta en el norte y yo tengo un bautizo en el sur? ¿Por qué no vas tú en mi representación y yo voy en la tuya? Así la gente se movería menos.

160. “El amante no es más que un fantoche, un intruso que supone haber conquistado un castillo cundo lo único que ha hecho es escalar un muro del cual, tarde o temprano, se cae para romperse la crisma… los amantes permiten evacuar tensiones y problemas que amenazan la vida conyugal y actúan como cándidos agentes de la moral burguesa, pues consolidan la existencia de hogares que, sin ellos, naufragarían…”


165. “Visión de una llama en la Rue de Sèvres, de una llama cautiva, explotada por unos saltimbanquis. Hasta ahora había visto osos, cabras y monos en esos espectáculos callejeros, pero nunca una llama. Prefiguración de lo que nos espera: nuestra cultura, nuestros símbolos o, si se quiere, los símbolos de nuestra cultura, convertidos en objetos circenses, en baratijas de plaza pública. La llamita blanca, de ojos celestísimos, llevaba un collar con horribles flores de plástico y miraba asustada el tráfico preguntándose qué diablos hacía allí, tan lejos de sus planicies andinas. ¡Pobre animalito peruano! En tu pampa tampoco la vida es fácil, llevas pesadas cargas, trepas empinadas cuestas. Pero no eres un extranjero.”

166. Ribeyro se encuentra un curita que lo veía asombrado una y otra vez: “Julio Ramón Ribeyro, ¡Quién lo iba pensar!”… y lo miraba de nuevo y lo veía con ese arrobo, hasta que al despedirse le extiende la mano y le dice “Y decir que he almorzado con el autor de La ciudad y los perros.” Dice Ribeyro: “Quedé lelo. Todo había sido el producto de un equívoco. No lo desengañé, ¿para qué? Que me atribuyera además la célebre novela de Vargas Llosa me pareció lisonjero. Que más tarde descubriera su error y me tomara por impostor, poco me importa”

184. “Uno escribe dos o tres libros y luego se pasa la vida respondiendo a preguntas y dando explicaciones sobre estos libros. Lo que prueba que a la gente le interesan tanto o más las opiniones del autor sobre sus libros que sus propios libros. Y en gran parte a causa de ello no escribe nuevos libros o sólo libros sobre sus libros. Para contrarrestar este peligro, tener presente que una buena obra no tiene explicación, una mala obra no tiene excusa y una obra mediocre carece de todo interés. En consecuencia, los comentarios sobran.

199. “Nunca he podido comprender el mundo y me iré de él llevándome una imagen confusa… vivir habrá sido para mí enfrentarme a un juego cuyas reglas se me escaparon y en consecuencia no haber encontrado la solución del acertijo. Por ello, lo que he escrito ha sido una tentativa para ordenar la vida y explicármela… la culpa la tiene quizás la naturaleza de mi inteligencia… ducha en plantearse problemas, pero incapaz de resolverlos. Si alguna certeza adquirí es que no existen certezas. Lo que es una buena definición del escepticismo.”

* Ribeyro, J.R. Prosas Apátridas 19994. Biblioteca Breve, Seix Barral (PE). 140 pp.

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